Este periódico escolar nace como una aventura en la que un grupo de alumnos y de profesores quieren explorar las posibilidades de las herramientas de comunicación que existen en Internet. Está abierto a la colaboración de alumnos y profesores de nuestro Instituto.
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martes, 22 de marzo de 2011

La vecina de enfrente

La vecina de enfrente

Es verano, y mi familia y yo acabamos de entrar en un minúsculo pueblecito de playa, apartado del resto de la civilización. Llevamos cinco horas de agobiante encierro en el coche y estamos deseando llegar al que será nuestro hogar durante quince largos días del sofocante mes de julio. De entrada, todas las casas me parecen iguales, con su blanco de cal, sus puertas de madera y los verdes jardines con sus pequeñas vallas, que brillan a la luz del sol. Abro la ventanilla a mi derecha para que el viento fresco me dé en el rostro, y escucho el tranquilizante piar de los gorriones en los naranjos, acompasado al suave arrullar del mar que, imagino, no debe quedar muy lejos de aquí…
Allí está, ahora veo cómo su azul verdoso se dibuja lentamente en el horizonte, reflejando el celeste del cielo de la mañana.

Llegamos al fin a la cima de la colina, y desde aquí, puedo comprobar que las vistas son impresionantes. Distingo el ayuntamiento, la gran plaza del mercado, las tejas rojizas de las casas, las arenas de la bahía que rodean casi por completo al pueblo, el mar…
Y allí, frente a la que será nuestra vivienda esta quincena, se alza, imponente, sobre las claras fachadas del resto de las casas, una increíble mansión de estilo decimonónico. Todo es enorme en ella: los muros gruesos, las altas ventanas, de vidrieras de colores; la puerta de entrada, adornada por un escudo nobiliario en su cornisa superior; las verjas de hierro que dan al jardín. Este está poblado de maleza y flores silvestres; parece abandonado, al igual que la casa, pero su aire decadente y sombrío me resulta fascinante. Estoy sorprendida y encantada de poder vislumbrar, aunque sea de lejos, un lugar interesante en este pueblo donde pensaba que me aburriría como una ostra, vegetando, más que viviendo, durante dos largas e interminables semanas. No va a ser así; esta misma tarde me voy de inspección.
De acuerdo, es impresionante. En el interior del caserón el polvo se acumula entre los muebles, y vuela libremente sobre el gélido suelo de mármol. El salón principal es espacioso y seguramente en otro tiempo resultó acogedor. ¡Cuántos bailes se habrán celebrado aquí! Una gigantesca lámpara de araña oscila, tambaleante, sobre mi cabeza. Los minúsculos cristales reflejan los rayos del atardecer, proyectando hermosas formas doradas en las paredes. Sobre el suelo, se extiende una alfombra carmesí, muy desgastada, que cubre una hermosa escalera de madera. Me da miedo subirla (¡tantas películas de terror!), pero la curiosidad me puede.
Asciendo lentamente. Las barandillas y la escalera crujen a cada paso que doy, lo que me inquieta bastante. Tal vez, haya alguien ahí arriba a quien no le agrade mi presencia.
Por fin, llego al piso superior. No hay peligro. Todo despejado.
Inspecciono la zona durante casi dos horas, maravillándome con la belleza irreal de los antiguos dormitorios. Me gusta especialmente el de los niños. Todavía está lleno de viejos muñecos, peluches  polvorientos y un  precioso caballito balancín de madera. Me imagino cuántas risas (también llantos) se habrán escuchado en esta estancia, cuántos cuentos se habrán narrado…
Como ya he cogido confianza, me tumbo sobre una cama con una colcha de brocado rosa, ahora casi gris. Me pregunto si se romperá bajo mi peso. Como no es así, descanso un rato.
Cierro los ojos, dejándome envolver por los dulces trinos de los pájaros que pían en el exterior. Me siento bien aquí; hay algo familiar en este lugar, algo que reconforta mi corazón.
De repente, un ruido me despierta de mi breve letargo, y me pongo en pie.
Se me erizan los pelos de la nuca, como a un gato asustado. No estoy sola.
Una pálida y delgada muchacha, con aspecto de muñeca antigua, me sonríe; dos graciosos hoyuelos se dibujan en sus mejillas. Debe de tener mi edad, aunque es de menuda estatura, y viste ropas blancas y etéreas, un poco pasadas de moda. Quizás sea un camisón. Sus cabellos castaños, finos y sedosos caen como una cascada de chocolate sobre su espalda. Va descalza y parece encantada con mi presencia; tal vez, yo represente para ella lo nuevo, lo extraño y lo emocionante. Como ella para mí. De pronto, extiende sus largas y delicadas manos hacia mí.
Siento la tentación de gritar y salir huyendo de la casa, pero la expresión de la joven tiene algo que me obliga a quedarme junto a ella. Puede que sienta compasión ante sus evidentes deseos de compañía; así que, consigo dominarme y me presento. Ella me responde que se llama Alicia y tiene 15 años. Tiene una hermosa voz que recuerda el sonido de unas campanillas de cristal. Me alegro de haberme quedado. La tarde se me pasa volando a su lado, y siento que, por fin, he encontrado un alma gemela, alguien con quien comparto gustos y preferencias, alguien que ama la lectura y la música, y que, como yo, adora bailar bajo la lluvia, mirar la luna cuando el mundo se oscurece, o sentirse libre gritando a pleno pulmón desde lo alto de un acantilado; alguien que también a veces se ríe en soledad sin saber porqué y que únicamente llora cuando nadie la ve.
Pero el sol comienza a ocultarse en el mar… y yo he de volver a casa; así que quedamos para continuar nuestra charla a las once de la mañana del día siguiente. Estoy tan contenta…
Espero con impaciencia y alegría a que pase la noche, para poder dirigirme de nuevo hacia la ya familiar mansión. Después de desayunar, entro en el viejo caserón sin llamar a la puerta. Luego, comienzo a buscar a mi nueva amiga. Me sorprende que no esté esperándome en el salón.
Recorro la planta baja llamándola a gritos. Como no obtengo respuesta, me decido a subir al piso superior. No está. Solo me queda un sitio por mirar. Camino a paso acelerado hacia la habitación de los niños. Abro ligeramente la puerta y suspiro al comprobar que Alicia tampoco está aquí. Me dispongo a cerrar la puerta de madera, cuando un objeto desconocido que brilla en el suelo capta mi atención. Lo recojo. No recuerdo haberlo visto ayer. Se trata de una vieja fotografía. Sobre el papel amarillento, una joven posa vestida con un elegante traje blanco que le llega hasta los tobillos; lleva puesto unos pálidos guantes de encaje que cubren unas manos finas, de dedos alargados, que no me resultan ajenas. Unos labios sonrientes y unos hoyuelos en las mejillas, en los que se refleja la alegría de vivir, me traen a la cabeza bellos recuerdos. La larga y lisa cabellera castaña resbala por su espalda erguida… A cada rasgo, con cada gesto, que encaja a la perfección en la imagen que traigo en mi cabeza, se me va helando la sangre en las venas. Un escalofrío me recorre la columna vertebral, y hace que, involuntariamente, me lleve una mano a la boca para no gritar, cuando, finalmente, leo la nota del pie de foto:
 “Alicia, 23 de abril de 1895”.