El pozo de la mirada perdida
Érase una vez una chica llamada Yare. Tenía unos 12 años de edad. Su pelo era negro oscuro y sus ojos tan azules como el agua cristalina de un arroyo. Su cara siempre reflejaba una enorme sonrisa de mejilla a mejilla. Ella era muy inteligente, muy trabajadora y bastante graciosa, y nunca se metía en problemas. Vivía en Asia y toda la gente de su aldea la quería. Era tan simpática que todos iban a saludarla cuando la veían pasar.
Los padres de Yare se llamaban Ana y Joan. Yare y su familia eran bastante pobres, y no podían comprarle mucha ropa, pero a ella le daba igual, porque lo único que le importaba era tener a su familia al lado.
Yare, como todos los días, se daba un paseo por el sofocante desierto en busca de agua con una jarra bastante pesada. Un día, paseando, se encontró con un camello de un color dorado muy bonito. A Yare le dolían los pies porque no llevaba zapatos. Puso la jarra en las jorobas del camello y se montó ella. Anduvieron un kilómetro y se encontraron con un pozo bastante profundo. Yare desmontó del camello y cogió la jarra. La ató a una cuerda y, por el otro extremo, la ató a la barra del pozo. Fue bajando la jarra y cuando ésta llegó al fondo del pozo y se llenó, Yare comenzó a subirla. Pero después de hacer ese recado, ya nadie volvió a verla nunca más.
Los padres, al enterarse de que su hija no aparecía por ninguna parte, lloraron de pena por ella. Pusieron carteles por todos los pueblos que conocían, pero no se supo a dónde o con quién se fue. Pasó una semana y por fin se oyeron noticias de Yare. Los padres, al enterarse de dónde se encontraba, salieron corriendo en su busca hacia el pozo donde ella buscaba el agua todas las mañanas.
La encontraron vuelta de espaldas y muerta. Tenía rasguños y heridas por todo el cuerpo. El agua del pozo estaba de un tono rojizo y brillante. Toda la gente del pueblo lloraba por Yare y juraron vengarse de aquél o aquella que le hubiera hecho algo malo a la pobre chiquilla. Pero no se encontró al asesino hasta ocho años después.
Su asesino se llamaba Hirco Transen. Tenía cuarenta y dos años y había violado y matado, contando a Yare, a dieciocho mujeres y niñas. Su pelo era de color grisáceo, sus ojos verdes como los de la mirada de una serpiente, tomaba drogas y traficaba con armas. Cuando Hirco Transen estuvo delante del juez, fue condenado a toda una vida entre rejas.
Cada vez que alguien va a coger agua del pozo, le entra una pena más sombría que el propio Polo Norte, y llora de tristeza. Por ese motivo, al pozo donde murió Yare le siguen llamando hoy día el pozo de la mirada perdida.
FIN