Un mendigo muy particular
Andrea era una muchacha de veinte años; vivía en un piso pequeño a las afueras de la ciudad.
Como todos los días, ella madrugaba para ir a trabajar, se tenía que levantar muy temprano, ya que debía coger el metro y andar un buen trecho hasta llegar a la oficina.
Tenía una amiga, Lucía, que con ella compartía muchas cosas. Solía contarle todos sus secretos y a ella le gustaba escucharla; le divertía la manera de hablar y el entusiasmo que ponía en sus historias.
-Creo que este fin de semana vienen unos amigos de mi pueblo, -comentó Lucía a Andrea-, podríamos hacer algo especial para que se sientan a gusto.
-De acuerdo -dijo Andrea-. Antes de ir a ningún sitio, podríamos comer en mi casa; añoro las reuniones familiares que hacía mi madre y esa paella exquisita que tantas alabanzas recibía.
-Sííí, buena idea -contestó Lucía- (y las dos amigas se echaron a reír).
Pasaron una sobremesa estupenda; todo fueron chistes, risas y Andrea estaba feliz, todos la felicitaron por aquella estupenda comida que había preparado. Una vez recogida la mesa, salieron a tomar café a la cafetería de Pepín, muy conocida por sus famosos pasteles.
Al salir de la cafetería, un mendigo le sorprendió a Andrea. Éste le pidió algo de dinero para poder tomarse un café; ella, que era una persona muy solidaria, no dudó en darle una moneda y siguió con sus amigos.
El fin de semana transcurrió muy bien; les enseñaron la ciudad y no dejaron un rincón por visitar.
Llegó el lunes y volvió la monotonía, pero algo le decía a Andrea que iba a cambiar en su vida, no sabía por qué no podía quitarse de la mente aquel mendigo que tan amablemente le pidió la moneda para el café.
Debido a su trabajo no podía visitar la cafetería de Pepín todos los días, así que estaba deseando que pasara la semana para volver a ir el sábado y ver si el mendigo rondaba aún por allí. Cuál fue su sorpresa, él estaba en el mismo sitio, sentadito, esperando que alguien le diera algo; ella volvió a acercarse y él, con la amabilidad que le caracterizaba, la invitó a entrar con él en la cafetería. Andrea tras dudar un poco, terminó aceptando la invitación y una vez sentados le invitó a comer los famosos pasteles de Pepín.
Así transcurrieron las semanas, y ella se iba todos los sábados y domingos con el mendigo a desayunar.
Lucía, su amiga, no podía comprender la fijación que había cogido Andrea con aquel hombre.
-No puedes creer todo lo que te cuenta, Andrea; eres muy confiada y al fin y al cabo no lo conoces de nada –le decía Lucía-. Andrea sonrió.
-Lo sé, Lucía, pero tiene “algo”. Se ve un señor culto, educado; no sé qué ha podido pasarle para estar en la calle.
- ¿Has visto, Andrea? No te lo cuenta porque algo turbio hay en él.
-No, Lucía, sé que no; no conozco el motivo, pero algo me dice que es diferente a todas las personas que me encuentro mendigando.
Los días transcurren y Andrea sigue con su vida, su trabajo, sus amigos y su cita de todos los fines de semana.
Un día, llegó Lucía diciendo que le habían dado unas invitaciones para la inauguración de un gran hotel que habían construido en la ciudad.
-Qué bien, claro que iremos –dijo entusiasmada Andrea-, al fin y al cabo, si no es así no podremos ir nunca porque aquello será costosísimo, no hay más que ver todo el lujo que tiene por fuera.
-¿Cuándo es? –preguntó Andrea-.
-El sábado por la noche –respondió Lucía-.
-De acuerdo, pero no sabemos cómo van vestidas las personas a este tipo de eventos. Lucía, me pongo nerviosa de pensar que llamemos la atención y que todo el mundo vaya estupendo; habrá personas importantes, no sé si nosotras estaremos cómodas allí.
-Claro que vamos, no te arrepientas ahora, seguro que nos lo pasamos muy bien.
Llegó el día y ellas iban lindísimas, se habían comprando unos trajes con unos zapatos y bolsos a juego. Las peinó su amigo Roberto, que tenía una peluquería; iban francamente preciosas.
Al llegar al hotel, no sabían dónde mirar, todo era lujo. Enseguida se acercó un camarero que les ofreció una bebida y ellas estaban impresionadas. Las acompañó el amigo de Lucía, el cual estuvo con ellas para que no se sintieran desplazadas. La noche iba transcurriendo tranquila, hasta que Pedro, que así se llamaba el amigo de Lucía, les dijo que iba a presentarles a su jefe. A medida que se acercaba aquel señor, Andrea no podía creer lo que estaba viendo: los ojos de aquel hombre… No podía ser, "no puede ser, Andrea -se decía- tienes que estar equivocada". Pedro, muy amablemente, le dice a Lucía: "Te presento a Ramón, mi jefe; él es el responsable de que este maravilloso hotel se haya construido en esta ciudad”. Cuando fue a presentárselo a Andrea, Ramón se dirigió a ella, y sin dudar le dijo:
-Hola, Andrea ¿Cómo estás? Te veo guapísima.
-Gracias, tú también –contestó Andrea-. Sabía que eras tú, que no estaba equivocada; no puedo entender nada, supuestamente eres un mendigo.
-Sí, harto de tenerlo todo y que todas las personas se acercasen a mí por mi dinero, decidí echarme a la calle para encontrarme a alguien que me quisiera por mí mismo, por mi persona, y la encontré: esa persona eres tú, Andrea y estaré dispuesto a pasar mis días junto a ti.
-Claro que sí –respondió Andrea –intuía que había algo en ti: algo especial, y no me equivoqué.