La maravilla de aquel mendigo.
En el camino que recorría cada día para llegar a mi casa, observé cierto día, para mi asombro, a lo que, por sus vestimentas harapientas y descosidas; por la posición de sentarse contra un muro, con toda naturalidad, sin inmutarse lo más mínimo por la aparente incomodidad que debía padecer; y por su pelo y rostro, llenos de una gran cantidad de polvo que, unido junto a su porte apesadumbrada y cabizbaja; podríamos llamar mendigo.
De haber respondido al patrón que acostumbraba a ver en ellos, sin duda lo habría ignorado y, con toda seguridad, se habría perdido en el inmenso océano comprendido por los momentos que no merecen ser recordados. Sorprendentemente, me hallaba ante un desdichado que, en lugar de alzar sus manos para pedir limosna, relegaba en ellas la tarea de sostener un diario y un bolígrafo con el que trataba de llenar las páginas de aquella encuadernación; una tarea realizada con la suficiente intensidad como para hacer que yo asumiera el papel del ignorado y a la vez del interesado, pues la pluma de aquel hombre surcaba las líneas con la velocidad suficiente para avergonzar a los aviones que surcan el cielo.
Por supuesto, de no haber continuado viendo a aquel individuo en su rincón en los días posteriores, continuando siempre con su apasionada tarea de escribir en su diario, lo habría olvidado. Pero no fue el caso. Semana tras semana, continuaba alimentando mi curiosidad. ¿Acaso había olvidado lo que era alzar la cabeza y trataba de ocultárselo a un mundo del que solo recibía lastima, compasión y, en ocasiones, repulsión? ¿O eran sus ideas tan poderosas que no merecía la pena gastar tiempo en satisfacer y mejorar su actual condición?
Siempre que pasaba por allí, lo veía en su característica postura hasta que, una tarde, justo cuando yo pasaba, alzó el rostro, me miró, y, sin mediar palabra, me entregó el diario que lo había hecho particular a mis ojos. Dudé en recogerlo pero me doblegue ante aquella mirada acostumbrada a contemplar los suelos y que, sin embargo, no poseía ni el menor atisbo de duda o temor a la hora de hacer frente a los ojos de las personas.
Poco después, bajo la luz de una lámpara, comencé a leer el cuaderno. Me imagine que contenía listas de deseos imposibles, sueños que acabaron en la pira de las “sucesos que nunca sucederán”, cosas pendientes por hacer antes de morir, días desgraciados de alguien que renunció a vivir para contentarse con sobrevivir… Me equivoque. El diario contenía una historia salida de una creatividad que se burlaba de las normas expuestas por la razón humana. Una creatividad asombrosa. Imagine otra vez; sentimientos de alegría, tristeza, amor y odio, que brillaban como los verdaderos dioses del mundo, morando entre los mortales, concediendo su presencia y permitiendo palpar entes incorpóreos; fantasmas, quimeras e ilusiones que concedían una segunda oportunidad al mundo para ganarse el perdón de la fantasía…
Jamás leí una historia como la que encerraba aquel diario. No podía decirse que fuera trágica o alegre, pero sin duda merecía la calificación de bella, y cómo poseedora de esa belleza, era recibida con el abrazo de la humanidad.
Tras terminar de leerla, fui a ver al mendigo con su diario, le explique la importancia de su creación, diciéndole que el mundo glorificaría su obra y, por ende, a su autor, concediéndole una vida mejor que la que él llevaba sosteniendo su espalda contra la pared y durmiendo en albergues.
Por toda respuesta, el hombre me arrebató el cuaderno, sacó una cerilla y, ante mi horror, prendió fuego a la mejor historia que las personas jamás tendrían la oportunidad de disfrutar.
Cuando, temblando, decidí inclinar la balanza a favor de la confusión y el ansia de respuestas, y guardar mi furia, le pregunté por qué:
Él me respondió:
-Ese diario solo fue creado con el propósito de mostrar a una persona que cualquier vida humana, por muy desgraciada que sea, puede ser preciosa. Tú has visto lo que el mundo jamás vera por su vanidad y abandono al prójimo. Cualquiera que se cruza a tu lado, cualquier persona que pasa sin pena ni gloria ante tus ojos, esconde un tesoro que merece ser contemplado. Yo soy pobre, no por ser un vagabundo, sino porque jamás me interesó descubrir la riqueza que poseen los demás. Hay maravillas escondidas a tu alrededor, que aunque no nacen del útero de una madre, mueren cuando la muerte decide acercarse a destruir su morada. Querido desconocido, espero que hayas aprendido algo de la magia de este mendigo y que cada vez que ante ti se encuentre un individuo, seas consciente de qué es único y encierra milagros que se pierden, tristemente, sin que nadie sepa de su existencia en lo más profundo de su alma.
Y tras decir esas palabras, el mendigo me dio la espalda y partió, alejándose de mi vista. A mis pies, lo magnífico de aquel hombre lleno de harapos, se convertía en cenizas dejándome a mí como el único vestigio de una de las más grandes maravillas jamás obradas por la mente humana.