Ni siquiera sabía por qué. El color de su sangre seguía en mis manos, y mi mente trataba de eliminar su imagen muerta sin conseguirlo. Un cosquilleo frío subió por fin desde mis pies eliminando, como el agua no había podido hacer, ese extraño calor. No era miedo, ni dolor, ni siquiera incertidumbre, era felicidad completa. ¿Ella? Lo representaba todo y nada.
Mientras los pensamientos se agolpaban sin orden en mi cabeza, supe a qué dedicaría el resto de mi existencia, cuál era la misión que yo debía desempeñar.
Me marché con la sonrisa del que termina un trabajo perfecto y a tiempo. Sí, me repetí, eso era felicidad.
Helena Campos Galán. 2010.