Este periódico escolar nace como una aventura en la que un grupo de alumnos y de profesores quieren explorar las posibilidades de las herramientas de comunicación que existen en Internet. Está abierto a la colaboración de alumnos y profesores de nuestro Instituto.
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martes, 17 de mayo de 2011

Gracias a la vida

GRACIAS A LA VIDA




Nací el 7 de Febrero de 1938 en una gran casa en Potsdam, a veinte kilómetros de Berlín. Mis padres eran Kent Tate y Clarie Soulan, aunque mi madre adoptó el apellido ‘Tate’ al casarse con mi padre.

Los Tate éramos una familia acomodada que vivíamos en una lujosa casa a orillas del río Havel. Mi padre trabajaba en un almacén donde se vendían pequeños barcos. Un día, mi padre fue a Dieppe por asuntos de negocios y allí conoció a mi madre.

Luego, se compraron la casa y contrataron al mayordomo Bent y a la sirvienta Sophie. En esa casa crecimos mis cuatro hermanos varones y yo, Katie. Siempre pensaba: ‘por qué tuve que ser niña’ ya que apenas tenía compañía; aunque otras veces opinaba: ‘esto de ser la única chica de la familia es un chollo, te dan todo lo que pides’.

Crecí en Potsdam feliz, pero no tan feliz como vosotros. Yo no pude ir a la escuela para aprender, aunque mis hermanos sí fueron. Tampoco podíamos irnos de vacaciones porque éramos presas del pánico: Potsdam estaba rodeada por los rusos y no debíamos salir del pequeño pueblo que era por aquellos tiempos. Desde 1949 hasta 1989 se proclamó en Alemania ‘la Guerra Fría’. La parte oriental de Alemania y la de Berlín fue invadida por la Unión Soviética. El Berlín occidental fue tomado por Estados Unidos, Francia y Reino Unido. Así que os podéis figurar cómo estábamos los alemanes del Este.

Recuerdo perfectamente que una noche, mi padre nos dio una charla a mis hermanos y a mí sobre la situación en la que nos encontrábamos: nos dijo que no debíamos saltar ni el muro de Potsdam ni el de Berlín- al que llamábamos ‘muro de la vergüenza’- porque nos fusilarían los soviéticos.

Aunque viví todo eso, se podría decir que tuve una infancia normal.

Con los dieciocho años, conocí a Marcus. Resultó un poco extraño verlo por allí, porque en Potsdam nos conocíamos todos. Él era de Berlín occidental. Pasamos un año viéndonos por las tardes, pero en una de ellas me confesó su amor y dijo que deberíamos estar juntos. Al día siguiente volvimos a vernos. Él tenía un aspecto horrible, ‘se avecinan malas noticias’ pensé. Exactamente. Me dijo: ‘Katie sabes que te quiero mucho y que ayer dije que deberíamos estar juntos y formar una familia, pero... vuelvo a Berlín.

Eso fue todo. Se fue corriendo y no supe más de él. Me pasé todo el verano llorando, desde el día que lo vi por última vez (27 de Junio de 1957) hasta el 3 de Septiembre. Siempre recordaré esa fecha.

El 3 de Septiembre de 1957 murió mi hermano Tom. Lo fusilaron los rusos mientras paseaba con su novia por las orillas del lago Templin. Ese día cambió mi vida. Mi hermano Tom era el mayor de los Tate. Él y yo éramos uña y carne. Tom fue mi segundo padre, al que le contaba todos mis secretos. Era el que me apoyaba en todo, el que me animaba cuando estaba triste. Fue su presencia la que me hizo no dejar de vivir después de la despedida de Marcus. Ahora yo ya no era nada, no tenía motivos de mi existencia.

Quería suicidarme, pero no sabía cómo. Mi vida sin Tom ni Marcus no tenía sentido; me iba a matar, pero no podía dejar muestras de suicidio. Me vino a la cabeza las palabras de mi padre sobre el muro de Berlín. Exacto. Los rusos me fusilarían seguro.

Esa misma noche, me escapé de casa. No llevaba nada, solo el pijama, las zapatillas y una caja de cerillas para poder ver.

Llegué a Berlín a las nueve de la mañana con un hambre feroz y muy cansada. ‘No me importa, voy a morir’ me dije. Los ciudadanos me miraban con caras raras. Entonces lo comprendí todo: estaba en Berlín en pijama y zapatillas y con una caja de cerillas. ‘No me importa’ me repetí.

Paseaba tranquilamente por aquella inmensa ciudad en la que nunca había estado, aquello era Berlín. Solo veía casas y calles, y un coche de soviéticos en cada manzana. Pasé junto a un banco y el vagabundo que estaba sentado allí me pidió una cerilla. Le di la caja entera puesto que ya no iba a utilizarlas. Antes de irme, recordé la razón por la que estaba en la ciudad y le pregunté al vagabundo: ‘Perdone, ¿dónde se encuentra el muro de la vergüen...- no, no podía decir eso porque yo no sabía de que partido era aquel hombre- perdón, el muro de Berlín?’. El hombre me indicó por donde debía ir, y le di las gracias.

Fui corriendo hasta mi muerte. ‘Vaya’ exclamé al verlo. No era ni mucho menos tan alto como me lo esperaba pero sí tan largo. Miré a mi alrededor y vi que la puerta más cercana en la que se encontraba un coche de militares estaba aproximadamente a quinientos metros.

Sin dudarlo, me quité las zapatillas que me impedían escalar y comencé a subir por el muro de apenas tres metros.

Escuché voces a lo lejos que se aproximaban y varios tiros, pero no sentí ninguno que se penetrara en mi cuerpo. Seguí adelante, subí un poco más y le dí la vuelta al muro pensando que al bajar iría más despacio y me alcanzarían. Quedaba un metro para pisar el suelo y salté...

No sé cómo caí, pero creo que quedé inconsciente durante algún tiempo.

Desperté tumbada en la acera y dije: ‘Oh, ya estoy en el cielo. Qué buena muerte, no he sentido ni la bala impactar contra mi piel’. Me disponía a levantarme cuando escuché voces de personas y el claxon de un coche. ‘¡No puede ser!’, estoy viva’ grité.

Cuando conseguí levantarme- tardé un poco porque tenía un esguince en el tobillo derecho-, vi que estaba rodeada de hombres jóvenes uniformados iguales y bastante rubios: los rusos. No sabía por qué no me habían matado. Pero creí que se avecinaba lo peor.

Un día, me contó mi madre que la Unión Soviética tenía una especie de cárcel donde encerraban a niños, mujeres y ancianos, llamada bunker. Los bunkers eran habitaciones muy espaciosas, con cuatro muros bastante altos. Allí encerraban a las personas para que muriesen.

Me equivoqué. Me llevaron en un coche militar a un palacio. Allí me presentaron a un gobernador ruso muy importante. Este, llamado Ishenko, sabía alemán y me explicó que estaba buscando esposa. En ese momento lo comprendí todo: no me habían matado porque él no quería.

Quería escapar, escapar de allí. Entonces, tímidamente le dije que no quería casarme con él, e Ishenko me habló enfadado: ‘Si no te casas conmigo morirás. Dame las gracias porque no estás muerta ya’.

Allí pasé cinco años que os podéis imaginar, como una reina: reuniones, cenas, criados... Pero infeliz. Cada día que pasaba, pensaba más en mi familia y Marcus. Sin embargo, sabía que estaba condenada a vivir allí hasta mi muerte.

A los veintidós años me quedé embarazada. Tuve dos gemelas llamadas Ishenka y Anastasia. Desgraciadamente, murieron a los tres años por enfermedad. E Ishenko me culpó de haberlas envenenado; pero no me mató. Me echó del palacio.

Así que con veinticinco años, empecé a vivir mi vida en Berlín occidental. Alquilé un piso y trabajé en un restaurante como cocinera.

Una noche de 1965, fue al restaurante un señor. La camarera entró en la cocina y comentó que un hombre quería verme. ‘Madre mía, va a ser Ishenko’ pensé. Pero volví a equivocarme. Me abalancé sobre él sin pensármelo. Era Marcus, solo que un poco más mayor y con bigote. Habíamos pasado sin vernos ocho años.

A la mañana siguiente, dejé el trabajo y el piso. Nos fuimos a vivir a una casa preciosa, esta casa. Nos casamos y tuvimos una hija.

Vivimos una etapa muy feliz, como una verdadera familia, aunque yo no supe más de la mía desde que escapé de casa.

El 19 de Septiembre de 1991, estaba sentada tranquilamente en este sillón cosiendo una bufanda para Charlotte. Sonó el teléfono, lo cogí y desde entonces, no he vuelto a sonreír.

Al coger el teléfono, respondió Charlotte: Marcus había muerto. Le dio un infarto en el trabajo.

No llegué a colgar el teléfono, me derrumbé sobre el suelo.

En el entierro, el mejor amigo de Marcus me dio una carta. En ésta, estaba escrito: ‘Amada mía, esto te lo escribí hace tiempo, o... no sé, porque mi corazón dejó de latir. No te preocupes por mí, hazlo por ti. Vive tu propia vida, ya que seguramente nos volveremos a encontrar y estaremos juntos para siempre. Espero que puedas ver la caída del muro -esto quiere decir que hacía tiempo que lo había escrito, porque el muro cayó dos años antes- y la evolución de Berlín. Quiero que sepas que me ha encantado vivir contigo hasta hoy y que no te olvidaré nunca. Confío esta carta a mi mejor amigo para que llegue a tus manos. P.D. No llores por mí, disfruta la vida al máximo’.

Desde ese día, escucho todas las mañanas nuestra canción favorita: ‘Gracias a la vida’.