Organizamos este viaje convencidos de que era una idea estupenda para mejorar nuestra relación familiar. Hacía unos meses que Elvira y yo no nos entendíamos y discutíamos por cualquier estupidez. Nuestra relación con Pedro, nuestro hijo, también pasaba por un mal momento, y su recién estrenada adolescencia complicaba aún más las cosas.
El viaje fue placentero, y la llegada a la casa una grata sorpresa; era un edificio de algunos años de antigüedad pero se conservaba muy bien.
Elvira se mostraba encantada. Todo le parecía perfecto, y sonreía alegremente de una manera que ya apenas recordaba. Sin embargo, Pedro no estaba tan animado; parecía ensimismado en sus propios pensamientos, y se pasó la tarde dando breves paseos por el bosque del entorno.
Esa noche, cenamos en el porche bajo la espléndida luz de la luna llena. Charlamos de cosas sin importancia, y el cansancio del viaje nos llevó pronto a la cama, lugar del que, si hubiéramos sabido lo que nos esperaba nos nos habríamos levantado.
A la mañana siguiente, Pedro, después de desayunar, se encaminó de nuevo al bosque, pero esta vez no por poco tiempo. Llegó la hora de comer y Elvira y yo, preocupados, decidimos salir a buscarlo.
Nos adentramos en el bosque con esperanzas de que Pedro apareciera pronto, pero cada vez los minutos se hacían más largos y cuando miraba al rostro de Elvira, sus ojos reflejaban la angustia que siente una madre cuando no puede abrazar a su hijo y decirle lo mucho que lo quiere. Ya no podíamos más, teníamos que admitirlo, nuestro hijo había desaparecido. La policía ya venía en camino, y aunque nos habían aconsejado que no nos agobiáramos, nos era imposible.
Estuvimos buscando durante toda la noche, registrando incluso el pueblecito de al lado; pero nadie había visto a aquel niño de trece años recién cumplidos. El día siguiente fue igual de agotador. Nada cambió hasta que llegó la madrugada del tercer día de la desaparición. Entonces lo vi. Allí estaba en el bosque, tras unos arbustos y, aunque la angustia no me dejaba reaccionar, pronto comprendí que estaba inconsciente pero vivo y que había que actuar rápido.
La espera en el hospital fue muy larga, y cuando el médico se decidió a hablar con nosotros no todo eran buenas noticias; nuestro hijo estaba sano, pero a causa de un shock no hablaba, solo decía dos palabras:”demasiado tarde”.
Aquella noche, Elvira se quedó junto a Pedro en el hospital y yo me fui a casa a prepararlo todo para la vuelta a la ciudad, ya que cuando nuestro hijo dejara de estar ingresado, volveríamos directamente a nuestro pequeño piso.
Estaba ya acostado, pero los pensamientos sobre lo que le podía haber ocurrido a mi hijo me atormentaban y no me dejaban conciliar el sueño. No tenía otra opción, debía ir al bosque, justo al lugar en el que mi hijo había quedado traumatizado.
No tardé mucho en llegar y lo que presencié me dejó aterrorizado. Un pequeño barril metalizado dejaba escapar un fluido amarillento de aspecto y olor nauseabundo: fétida basura nuclear. Acababa de ser abierto por un dispositivo automático. En su etiqueta rezaban, junto a la fecha de apertura, las terribles consecuencias del líquido: cualquier ser animal o vegetal que se encontrara a menos de cien kilómetros a la redonda se contaminaría irremediablemente y nada lo salvaría de la muerte.