Pasión por vivir
Cuando desperté debían de ser las nueve de la noche. La luz mortecina del crepúsculo me privaba de toda visión. Yacía tendida en el suelo de un bosque espeso y de altos árboles, en posición fetal, agarrada a una minúscula caléndula como si fuera lo único que pudiera mantenerme con vida, antes de caer en el profundo y oscuro abismo de la muerte. No me moví de allí durante horas, pasé toda la noche intentando recuperar mis recuerdos perdidos, o, mejor dicho, los que me había obligado a olvidar a toda costa, tras lo que había ocurrido.
Era una tarde de invierno, estábamos en los tiempos en que la Navidad, una de mis épocas preferidas, se acercaba, llenándome de ilusión. Por aquel entonces, yo tendría unos siete años. Un día, mis padres llegaron muy alterados a casa. Tenían los ojos rojos. Me quisieron ocultar lo que pasaba, pero acabé enterándome al cabo de los meses: a mi madre le habían diagnosticado cáncer.
Pasaron los días: le dieron quimioterapias y radioterapias. El pelo se le empezó a caer y tuvo que ponerse una peluca. Una mañana, mientras estaba en la ducha, no pudo mantenerse en pie, y corrí a avisar a mi padre. La operaron y parecía que se había librado de aquel monstruo que la mataba por dentro. Cuando pensábamos que ya había pasado todo, la pesadilla volvió a empezar… y mi dulce madre murió cuatro años después. Y ahora yo estaba ahí, desesperada, agarrándome al único hilo que me quedaba de vida, después de mi intento de suicidio.
Mi vida ya no era la que fue unos pocos años atrás, había cambiado completamente; mi perspectiva de las cosas era ahora más madura. Durante unos meses había estado visitando a una psiquiatra; eso fue tras contarle a mi familia que no sólo veía a mi madre en sueños, sino también en la realidad: podía jurar que continuaba leyéndome cuentos por las noches, que luego me arropaba y me daba un beso. Yo no estaba loca, de eso estaba segura.
Con el paso del tiempo comencé a recuperarme, aunque ya no era la misma de antes. Una tarde, cuando mi infancia amenazaba con llegar a su fin, me encontré una vez más a mi madre pero esta vez, para sorpresa mía, me contó que el cielo era un lugar estupendo donde se había encontrado con la abuela y con otros seres queridos que ya murieron; me dijo que era un lugar muy divertido donde se tocaban instrumentos musicales, se cantaba, se bailaba, se charlaba…Desde ese día (aunque lo había sido siempre) mi madre se convirtió en mi ángel de la guarda.
Por fin me quedé tranquila y pude ser una niña feliz y normal como todas. Al volver al instituto, al que había estado faltando, sabía que la gente no me miraría igual que antes; sólo algunas personas en las que podía confiar, sabían la verdad sobre mi intento de suicidio y sus razones.
Los estudios volvieron a salir como siempre. Yo me seguía encontrando con mi madre y, cuando nos veíamos, bromeábamos y jugábamos juntas, como si nada hubiera ocurrido. Ella ahora también había cambiado físicamente: no era opaca, sino más bien translúcida, se podía ver un poco a través de ella y un halo la rodeaba. Más tarde, identifiqué estas luces como auras que definen con exactitud, por sus colores, cómo es cada individuo. El aura de mi madre era violeta, es decir, tranquila, dulce, cariñosa, leal…como ella había sido siempre.
Un día me invitaron a un cumpleaños en la playa. Yo acepté, tenía ganas de poder hacer por fin algo divertido. Pasamos allí el día, bañándonos en el mar e inspeccionando los alrededores. Pero esa noche ocurrió algo extraño: estábamos en el agua y, sin motivo alguno, las piernas dejaron de responderme: me había dado un calambre. Intentaron sujetarme, pero el mar es traicionero y me llevó a sus profundidades.
Yo sentí cómo caía y caía y no podía agarrarme a nada. A los pocos minutos los pulmones me ardían y solté todo el aire que tenía, resignada a morir.
-“Ya pronto voy a reunirme contigo, mamá”- pensé, y sonreí, mas no era una sonrisa amarga, sino de felicidad. –“¿Se está bien en el cielo?”…
Dejé que el agua marina entrara a borbotones por mi tráquea, y que el mar me meciera, llevándome a un estado imaginario, supongo que el de los locos, pues todo aquello era demasiado bello para ser real.
-“Una loca, eso es lo que eres”- me dije a mí misma. –“Mira en lo que te has convertido. Deberías hacer un esfuerzo y dar gracias a la vida, no amar la muerte. Así que nada, ¡nada!, sálvate, porque sabes que tienes muchos motivos para hacerlo, hay mucha gente que te quiere, no los defraudes”- me dijo alguien desde dentro de mi cabeza.
Al darme cuenta de la gravedad de la situación, pataleé y moví los brazos lo más fuerte que pude, pero mis intentos de agarrarme a la vida parecían completamente vanos; así que desistí, sabía que iba a morir y que ya nadie podría salvarme.
Una vez más, el mar me arrastró, yo ya no reía, sino que lloraba, lloraba por saber que la experiencia de vivir nunca se repite, que había dejado destrozadas a muchas personas queridas, que nunca había confiado en mí misma y que mi vida iba a llegar a su fin sin apenas haber empezado. Me dormí, creyendo que iba a ser un sueño eterno…y continué flotando.
Minutos más tarde, alguien me sujetó por los hombros y me arrastró a la superficie, donde no quedaba ninguno de mis amigos, ya que me habían dado por muerta.
Acabé tendida en la arena, encogida, con sal en mis pulmones, y sentí cómo me daban un fuerte golpe en la espalda. De mi boca comenzó a salir agua, muchísima agua, y cuando acabé de escupirla toda, los pulmones me quemaban como si hubieran prendido fuego dentro de mí.
Alguien me dio la vuelta, y me encontré cara a cara con el ángel de mi madre, que parecía apenada.
-¿Estoy muerta, mamá? Porque esto no se parece mucho a lo que yo imaginaba que era el cielo…-le dije.
Me respondió con ternura:
-Verás, “pollito” (así es como nos llamaba a mi hermano y a mí) yo no podía permitir que malgastaras el precioso regalo que es la vida. Una y mil veces hay que luchar por ese don, hay que disfrutarla a tragos, bebérsela a sorbos, no debes perderte ni un amanecer, ni el olor de las flores en primavera, ni el sonido de la lluvia tras los cristales…alégrate con la música, con los viajes, con tus libros y abre las puertas a la amistad y al amor; hay tantas y tantas sensaciones y sentimientos que merecen ser experimentados…ya habrá tiempo para la muerte. Así que ahora, olvídate de tus fantasmas y ¡vive, vive con pasión! como yo te enseñé, vive por ti y por mí, y da gracias a Dios por cada respiración que exhalas, por cada movimiento que realizas…porque eres joven, sana y libre y fuerte. Te amo, mi niña…siempre estaré contigo-. Después de estas palabras, nos dimos un abrazo y mi madre se desvaneció para siempre…pero yo sé que su espíritu está conmigo, ayudándome, y que algún día volveremos a encontrarnos.
Ahora ya estoy dispuesta a poner en práctica sus consejos; creo que he heredado su pasión por vivir.