Este periódico escolar nace como una aventura en la que un grupo de alumnos y de profesores quieren explorar las posibilidades de las herramientas de comunicación que existen en Internet. Está abierto a la colaboración de alumnos y profesores de nuestro Instituto.
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miércoles, 22 de mayo de 2013

Concurso de Relatos 2013 - Categoria B: Y se quedarán los pájaros cantando

Y SE QUEDARÁN LOS PÁJAROS CANTANDO

A Juan Ramón Jiménez, por sus versos; y a mi abuelo Manolo, por su vida.

Yo los veo.

Los escucho susurrar, suspirar, llorar. Noto el miedo en el ambiente como podría percibirlo un depredador. En esta casa todos somos almas errantes, perdidas en un paraíso roto, ausentes en un cielo con reflejos de luz de la tarde.

Yo los veo.

Me fijo en los surcos arados por lágrimas secas, en las negras ojeras que se dibujan sobre las mejillas, en las arrugas del ceño, en los corazones grises que laten acelerados bajo jirones de piel y hueso.

Yo los veo.

Noches sin dormir, días fuera de casa, sonrisas a los niños, palabras vacías, mentiras, mentiras, mentiras, cuentos de hadas sin un final feliz.

Yo los veo.

Pero ellos ya no me ven a mí.

¿Se ha perdido la princesa entre estrellas y constelaciones? ¿Adónde escapó aquella niña pequeña?

Nadie la encuentra, nadie la busca. ¿Quién resistirá la presión del agua en los oídos para recuperar su cadáver del fondo del océano?

Tomar impulso. Salir a flote. Volver atrás.

Pero ahora el tiempo se hace trenzas de espiga y las horas se desgranan, transformándose en segundos infinitos, derramándose despacio, amenazando con romperse en cualquier momento.

Y yo me iré…

Pasillos inmaculados, habitaciones asépticas, ropas sencillas, batas blancas, camas duras, máscaras, luces fluorescentes.

Tac, tac, tac. Pasos resonando en el segundo piso.

¿Otra vez aquí?

La puerta se abre y el dulzón olor de los medicamentos mezclados con la sangre me abruma. Nauseabundo.

¿Quién no estuvo alguna vez en un hospital?

Las sábanas revueltas dejando avistar parte de una rodilla atornillada, un pecho desgarrado, unas muñecas cortadas en vertical.

En todas y cada una de estas habitaciones desnudas habitan el miedo y el dolor. Entre sombras y alaridos, la esperanza es sólo una libélula de color verde que aguarda en un rincón la llegada de otra primavera.

En los hospitales, las ventanas son murallas insalvables que no permiten escuchar el cantar de los pájaros.

¿Ves a ese hombre de allí?

Sí, aquél que intenta levantarse y dejar la camilla, a pesar de sus heridas. Aquél que murmura palabras incoherentes, el que se queja pero no recuerda cómo llorar. Ese anciano que vuela buscando un orden lógico a sus pensamientos, y no tiene ni la más ligera idea de cuál es el nombre de su nieta, aunque siempre sonría cuando la ve.

Ese hombre es mi abuelo y se llama Manolo.

Podría decir que se llamaba Manolo, teniendo en cuenta que eso ahora ya no importa demasiado, pero no te escribo para hablarte de su nombre ni del estado de su cerebro.

Te escribo para hablarte de él.

Mi abuelo no es una de esas personas a las que la enfermedad transforma y oscurece. A veces, incluso pienso que no está enfermo, que sus fantasmas son reales y somos nosotros los que no lo comprendemos bien. Porque mi abuelo tiene luz y la luz lo hace hermoso.

Su cabeza lucha por conservar los pocos mechones plateados que aún resisten al implacable huracán de los años. No podrías evitar fijarte en sus ojos, esos ojos que jamás renuncian a la risa y que reflejan la inmensidad del océano, que permanecen anclados para siempre en el tiempo, que brillan y se iluminan y proyectan su azul de niño sobre aquéllos a quienes ama.

Mi abuelo es hijo del campo y las praderas, del sol y la luna, de los vientos y las estrellas en noches oscuras. Un chiquillo viendo pasar a otros hacia la escuela, deseando portar él mismo un libro y no una hoz. Una espalda joven tatuada con la hebilla del cinturón de su padre. Porque los descendientes de campesinos no pueden estudiar, leer, escribir, beberse párrafos, derramar versos. Carecen de emociones o sensibilidad, esclavos de la tierra, bastardos de la Madre Naturaleza.

Mi abuelo, no.

Mi abuelo, que amaba los libros de poesía, las canciones y la música.

Mi abuelo, maltratado por aspirar a algo más, luchando contra su destino de niño yuntero, doblando el espinazo entre las espigas, siempre buscando una metáfora nueva.

Mi abuelo, fuerte, íntegro, honesto, leal, querido.

Mi abuelo, que nunca abandonó, que nunca abandona. Tampoco ahora.

Hoy vengo a hablarte de este hombre al que amo, aunque yo no sea más que un recuerdo vago de su mente.

Vengo a contarte del muchacho rubio que rogó un paseo a la señorita de tez morena y cabellos negros como la noche, a Pepa, que ya no está, y a la que sigue amando por encima del tiempo y de las cenizas.

Vengo a recordarte que, cuando ella murió, la enfermedad se apoderó de él, corroyéndolo por dentro. El olvido absoluto, el perfecto analgésico para no sufrir.

Pero yo, su nieta, no quiero ni puedo olvidar. Yo soy su memoria.

Yo soy el junco que grita doblándose sobre el río, esperando que el viento, por fin, cese.

Yo soy la hierba cubierta de escarcha que reza a la primavera.

Yo soy las estrellas muertas que aún divisamos perdidas en el cielo, desorientadas en un mundo sin luces.

Yo soy la noche que se quiebra y estalla y desaparece con la aurora, la luna confundida en un firmamento azul.

Yo soy el alma viajera atrapada en un cuerpo sin vida, buscando una salida por donde huir y desvanecerse para siempre­.

Y tengo miedo.

Miedo a la vida, a la muerte, a la eternidad infinita que se extiende hasta donde no alcanza la vista.

Siento algo dentro de mi pecho, algo que se mueve, fluye y asienta, desordenando este taller inmaculado, enredando estos cables perfectamente alineados.

Gotas de sangre salpican los bordes de mis costillas, tiñéndolas de rojo. Un tambor que retumba incesante, un ritmo que se diluye en las venas, los cascos de un caballo enfurecido, las olas del mar bramando bajo la piel.

Tengo miedo, miedo, miedo.

Me estoy perdiendo de nuevo.

Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando.

A veces, pienso en lo que vendrá después, adónde iremos, si existe una idílica luz al final del túnel.

Pero la única certeza es que ahora estoy aquí, y mi abuelo me da la mano, apenas un levísimo contacto incandescente.

Es posible que su tiempo y el mío puedan medirse en años, meses, días o segundos; pero en este instante estamos juntos, encerrados en un para siempre de fronteras desconocidas, compartiendo nuestro pequeño infinito. Y cuando se marche, deseo recordarlo como ahora: las cejas alzadas, los ojos abiertos, brillando como dos luceros al alba celeste, los labios curvados hacia arriba, una media luna rosada que ilumina mi mundo.

Como el poeta, sé que, cuando él ya no esté, habrá otras mañanas como ésta, de cielo azul y plácido, en las que su espíritu yerrará en algún rincón de los corazones de aquellos que lo hemos amado.

Pero sin nostalgia, pues jamás estará solo.

Y seguirán los pájaros cantando…