Este periódico escolar nace como una aventura en la que un grupo de alumnos y de profesores quieren explorar las posibilidades de las herramientas de comunicación que existen en Internet. Está abierto a la colaboración de alumnos y profesores de nuestro Instituto.
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jueves, 22 de mayo de 2014

Concurso de Relatos 2014 - Categoria B: Reflejo en el cristal

Jueves, 11 de marzo de 2004.

Amanece.

El sol se desliza por las ventanas del tren, hilos de oro bailando sobre gotas heladas de rocío; dedos de fuego acariciando la superficie de esta serpiente que ondula entre raíles, con nosotros dentro.

Las estrellas huyeron ya, pero la luna le pide al cielo que la deje llegar más tarde a casa. Quiere aspirar todavía la alegría de la aurora, su frescura. El aire.

Ahora, el invierno no es más que una burbuja a punto de estallar en la bañera. Despaciosa y sutil, se acerca la primavera.

Pero no aquí.

Aquí no hay lugar para las diminutas flores amarillas que brillan en la hierba humedecida.

Aquí todo es blanco y negro, uniforme y gris. Semblantes grises, saludos grises, sonrisas grises, grises de medio lado, obligadas, sin ánimo, marchitas, viejas. Grises.

Observo estos rostros y no los comprendo: rostros cansados de vivir, de luchar, de estudiar, de respirar un día más; rostros mustios habitando pisos destartalados; rostros amargos, de horas malgastadas; rostros sabelotodo: tanto aprendieron que ya se aburrieron de existir; rostros, aún casi niños, que arrastran la vida como una condena.

Existen otros rostros. En mi memoria…

Flash, y ojos esperanzados, con la vista oteando el horizonte infinito, y mejillas de sal estirándose como goma, y manos de alambre aferradas a hombros de gorrión, los huesos sobresalientes de los hijos del hambre y de la guerra.

Flash, y el sol quemando en la espalda, tostando, derritiendo, corroyendo la piel; y las gargantas en sequía, y el agua golpeando la barca, y los espíritus conservados en salazón.

Flash, y la patera no aguanta, y no llegamos, no llegamos, y pobre barquilla mía, sin velas, desvelada, y entre las olas, sola, ni para juguete servías, y la tierra alejándose, escupiendo kilómetros como frontera.

Flash, y éramos cincuenta, quedamos treinta y dos, pero vamos, vamos, sólo un poco más, hay que luchar por mantenerse sólo un poco más sobre este manto de petróleo añil, que al otro lado…

Flash, y noches y días bajo la luz cambiante de un semáforo. Rojo, amarillo, verde, tuve un sueño; rojo, amarillo, verde, no puedo alcanzarlo; rojo, amarillo, verde, mi piel me lo impide; rojo, amarillo, verde, quién pudiera ser blanco; rojo, amarillo, verde, negro, negro, negro, negro. Una palabra, un color, un millar de impedimentos.

Negro.

Próxima parada…

La voz en off la anuncia con el mismo tono inanimado de siempre. Sin cuerpo, sin alma. A veces, me pregunto para qué vivir.

Podría preguntárselo también a todos los demás pasajeros, a todas esas pupilas grises prefabricadas y en serie.

A todos, excepto a ella.

Porque ella no es de este mundo; es volátil, transparente; de una belleza frágil, irreal.

Pequeña libélula plateada, hada marfil venida del norte, rosa fragante en este desierto gris.

Eso es ella, un reflejo en una ventana.

Un reflejo por el que merece la pena vivir.

Me siento detrás. Siempre en el mismo sitio. Cada martes. Cada jueves. Y ahora la miro y me bebo sus rasgos. Todo el trayecto.

Su frente pálida, despejada, corona de unos ojos inundados por un mar de hierba. Su nariz, rectilínea, de una perfección que duele. Su boca, gruesa, carnosa, y roja, como fresa de invierno.

Toda ella entera es una fruta dulce, un narciso dorado y leve.

Es bella; no deseable, sino bella, sencillamente bella.

No puedo apartar la vista de las espigas de su cabello cayendo en cascada sobre esa espalda erguida de bailarina sin tutú.

El brillo de sus pupilas eslavas se pierde en la ventana, siempre en la misma ventana.

Es un brillo intermitente, efímero, que me confirma que realmente no está aquí, sino muy lejos. Es la clase de brillo de las estrellas ausentes, tan hermosas e indiferentes que ruegan, no a conciencia, ser amadas.

Me pregunto dónde se perderá esa mirada, adónde escaparán sus iris de ninfa de las nieves, cómo será el paraje que cobra vida sólo para ella tras el cristal, a qué se deberá su repentina sonrisa bajo cero. Y me imagino otros flashes, únicos, de ella. Memorias de tundra y de hielo.

No me importa de dónde viene, ni adónde va, en qué parada baja, o en qué conservatorio arranca música al violín que siempre lleva entre las manos. No.

Me importan sus ojos soñadores, vagabundos, perdidos en el humo imperceptible que la envuelve, vaho en un puzzle de cristal. Niebla y luz.

Me importa la manera en que se recoge el pelo en una trenza medio deshecha, los mechones rebeldes huyendo en tirabuzones rubios. El gesto de sus largos dedos practicando cualquier pieza para violín sobre sus rodillas, y su ceño fruncido cuando se equivoca en una nota sorda que sólo ella puede escuchar.

Me importa la forma en que intenta cerrar un libro, a la vez que guarda las partituras y se coloca bien el bolso, su tierna torpeza casi infantil.

Ella, la chica desorden, la chica desastre, la chica ilusión vana, la chica Amores Platónicos SA, la chica vapor de agua, la chica de humo.

Perfecta en su fragilidad de nieve.

Ella. Luz y niebla. Niebla y luz.

Y, simplemente con verla, desaparecen las pateras y se vuelven suaves mis manos de lija. Sólo su reflejo borra de un plumazo este Madrid tan sin esperanza, tan lleno de rostros grises; vuelan mis paquetes de pañuelos; bailan los colores de un semáforo, que nunca quiso ser negro.

Porque, simplemente con verla, el mundo renace de nuevo, y la primavera se adelanta y se cuela por entre estos vagones; el reflejo de su sonrisa de medio segundo iluminando este tren serpiente, que no lleva a ninguna parte.

Simplemente por verla, vivo.

“Escuchas el palpitar del corazón de él. Sus latidos son cálidos, fuertes; su ritmo, acelerado.

Ves sus ojos dulces; sientes sus manos ásperas que se apoyan en el respaldo donde ella reclina delicadamente la cabeza. Ella, ensimismada en su reflejo. Ella, que no sabe nada. Que nunca lo sabrá. Son dos individuos interesantes, dos buenas piezas para este juego de ajedrez donde todos pierden, menos tú.

Y a ti te gusta jugar, te gusta sentirte temida; la rival más poderosa, la más implacable. Pero, sobre todo, te gusta ganar. Dentro de poco, otra victoria.

Y aquí están ya tus peones. En este mismo tren. Sólo dos vagones más allá.

Los has colocado bien.

Parecen observar el lugar, lo analizan minuciosamente, calculan con exactitud dónde colocar las mochilas. Quizás hablen de guerra santa, de paraísos futuros, de liberación. O simplemente del partido de fútbol del próximo domingo.

Próxima parada… Salen”.


7,45:

Contemplo el tren destrozado. Gritos, sangre, dolor, muerte. La contemplo a ella, igual que tantas veces.

Cumpliste bien tu misión. Como siempre. Tus peones y tú.

Tú, araña tejedora, que apuestas vidas a pulsos, hilaste la tela mortal y la apretaste como soga al cuello de quienes no tenían culpa alguna.

Tú, la que das el último empujón a los suicidas; la que está presente en el tsunami, en el cáncer, en la patera, en las armas blancas.

Tú, que vas acabando, poco a poco, uno a uno, con los humanos-insecto; que aplastas hormigueros y rompes panales… Ciento noventa y dos muertos.

La mañana, más fría; el día, más gris.

No más martes ni más jueves, no más niebla, no más luz ni reflejos dorados en el cristal. No más, no más, no más.

Sangra, partido en dos, mi corazón caliente.

¿Cómo pudiste doblar su alto cuello de junco? León herido, ardo de dolor por dentro.

¡Atravesaste con tu alfiler las alas de mi mariposa de humo! Y ahora llueve, ya sin tregua, en mi alma enamorada.

Tú, línea de meta hacia la que corremos, cada día, por inercia, irremediablemente; condena última y definitiva. Al final, siempre tú.

El día, más gris; la mañana, más fría.

Y mis manos negras, ásperas como lija, acariciando las cuerdas de un violín roto.